En el Barranco de Badajoz (Güímar, Tenerife) el omnipresente
silencio y la belleza del paraje son testigos mudos de los secretos milenarios
que éste encierra. En su interior alberga, además, recónditas galerías de agua
donde antaño trabajaban los lugareños en busca del preciado oro líquido. Sin
motivo aparente, estos mineros abandonaron sus herramientas de trabajo, sus
hogares y, sin echar la vista atrás, huyeron del lugar. ¿Por qué? ¿Cuál fue el
hecho que los ahuyentó de su trabajo, el único medio que tenían para subsistir?
Muchos son los afamados investigadores que han intentado
resolver el misterio de la pavorosa espantada. Los sabios del lugar, los
mayores, dicen que a principios de siglo (1912), dos mineros que se afanaban
infructuosamente en encontrar una galería viable, derrumbaron una pared donde
se toparon de frente con dos maravillosos seres de luz. Reza la leyenda, la
profana, que éstos les invitaron a acompañarles y les indicaron el lugar idóneo
para cavar. Otra versión, contrariamente, afirma que un pavor se apoderó de
ellos y escaparon en búsqueda de la Guardia Civil. No hay documentos que
corroboren esta última, pero la realidad es que, desde la huida, nadie habita
en el barranco. Nadie se atreve.
Las galerías de agua quedaron desiertas, abocadas al olvido.
Empero su soledad no impidió que germinaran, como la más espesa neblina, más
leyendas acerca del sobrecogedor paisaje. Comparten protagonismo con los seres
de luz unas esferas de luz blanca que se apoderan del frío de la noche; una
gélida temperatura que, a su antojo, se vuelve agradable, cálida, como una
breve caricia en el devenir de las horas. Eso es lo que dicen muchos
aventureros que, a pesar de haber sido alertados por los güimareros, se
adentraron en los precipicios de lo desconocido.
En el llamado también “puerta a otra dimensión”,
presenciaron hechos que se escapan a la imaginación: seres alados que,
curiosos, se acercaban a darles una bienvenida. Prueba de ello, es la
fotografía tomada por Teyo Bermejo (expedición en 1991), que sin saber bien a
qué o quién disparaba su cámara, captó una instantánea del espeluznante ser.
Años más tarde, osó en volver al barranco para conseguir más imágenes: esta
vez, los insignes retratados fueron las esferas de luz blanca que danzaban,
despreocupadas, entre la vegetación.
Con el miedo en el cuerpo, aquellos que se han atrevido a
pasar una noche en sus entrañas, la mayoría escépticos, al día siguiente
confirmaron que no pasaron la velada solos: escucharon murmullos de hombres y
mujeres que, a modo de indescifrables conversaciones, brotaban de las entrañas
de la tierra, acompañados por un continuo caer de piedras. Pocos son, muy
pocos, los que se atreven a regresar al Barranco de Badajoz, abismo de
misterios.







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